Hobsbawm

Donald Sassoon, Introducción a Sobre el nacionalismo, de Eric Hobsbawm (Barcelona, Crítica, 2021. Traducción, Carme Castells). - Reproducido en conversacionsobrehistoria.info/2021/11/10 (con imágenes).

A Eric Hobsbawm no le gustaba el nacionalismo. Como escribió en 1988 en una carta dirigida a un historiador nacionalista de izquierdas: «Sigo estando en la curiosa posición de rechazar, desconfiar, desaprobar y temer al nacionalismo allá donde exista, quizá aun más que en la dé­cada de 1970, si bien reconozco su enorme fuerza, que se debe aprove­char para progresar, si ello es posible. Y a veces lo es. No podernos dejar que la derecha monopolice la bandera. Pueden lograrse algunas cosas movilizando los sentimientos nacionalistas… Sin embargo, yo no puedo ser nacionalista ni tampoco, en teoría, ningún marxista lo puede ser».1

Su antinacionalismo no resulta sorprendente. Era un judío que se oponía al sionismo; un británico que nació en Egipto en el año de la Revolución rusa. Su abuelo era polaco. Su madre, vienesa. Su padre nació en Inglaterra. Sus padres se casaron en Suiza. Su esposa, Marlene, nació en Viena y creció en Manchester. Él se crio en Viena y Berlín, y era un muchacho cuando los nazis llegaron al poder, una experiencia que le produjo una impresión imperecedera. En su auto­biografía escribió que Berlín hizo de él un marxista y comunista de por vida, un proyecto político que, admitió, había fracasado totalmen­te. «El sueño de la Revolución de Octubre —escribió— sigue habi­tando en algún lugar dentro de mí. Lo he abandonado, o mejor di­cho rechazado, pero no lo he borrado2 La suya no fue una infancia feliz: su padre falleció cuando él tenía doce años, y su madre, cuando tenía catorce.

Es casi como si el término «cosmopolita desarraigado» hubiera sido acuñado para él, de no ser por el hecho de que era muy inglés en sus maneras, aunque un inglés que dominaba cinco idiomas. Con estos antecedentes, no es de extrañar que se acercase al saber convencional —incluyendo la historiografía convencional—, con una buena dosis de escepticismo.

En esta recopilación de los escritos de Hobsbawm sobre el naciona­lismo, vemos algunas de sus consideraciones históricas criticas sobre este asunto tan controvertido, lo cual es más relevante que nunca, ya que nos encontramos en el umbral de una era en la que internet y la globalización del capital amenazan con borrar muchas fronteras nacio­nales mientras que, en parte como reacción, el nacionalismo parece resurgir con renovadas fuerzas.

Los historiadores, explicaba Hobsbawm, «tienen una responsabili­dad para con los hechos históricos en general, y a la hora de criticar el abuso político-ideológico de la historia en particular».3 Si se me per­mite la expresión, él poseía un poderoso detector de «disparates»; una herramienta esencial en una profesión en la que una inteligencia críti­ca es tan importante como el buen juicio y la erudición. Hobsbawm reunía todas estas características.

No cabe duda de que le producía cierto placer —aún puedo ver su sonrisa traviesa— señalar que esto del nacionalismo, al que por lo general se considera un asunto antiguo, es, en realidad, algo bastante reciente: ya se trate del certamen de los Jocs Florals (Juegos Florales), reinstaurados en Cataluña en 1859, bajo el lema Patria, Fides, Amor (Patria, Fe, Amor), en una época en la que el nacionalismo catalán no se centraba en la cuestión lingüística, o bien de su equivalente galés, el Eisteddlbdaurecuperado ese mismo año, aunque el galés no se nor­mativizó hasta el siglo xx.

La historia cuestiona las creencias hasta un punto que no tiene parangón en otras disciplinas. Sostener que la Tierra no está en el centro del universo y que el Sol no gira a su alrededor, o que nues­tros ancestros eran monos, puede resultar desestabilizador para las religiones abrahámicas, pues la ciencia parece invalidar las historias aceptadas relativas a la creación, pero, en nuestros tiempos, la ma­yoría de las religiones han aprendido a soportar la ciencia. Sea como fuere, para la mayoría de la gente —no toda—, que el Sol gire alre­dedor de la Tierra o al contrario no tiene mayor importancia. La vida sigue. La propia identidad no se ve amenazada. Pero que en la era moderna —es decir, desde el siglo XIX se nos diga que Italia o Alemania son naciones recientemente «inventadas»; que Clodoveo, «el primer rey cristiano de Francia», nació en Bélgica —que por aquel entonces no existía—, y que no hablaba francés, como tampo­co lo hacía Carlomagno; que Pakistán fue «inventado» en la década de 1930 —Hobsbawm menciona irónicamente, y más de una vez, un popular libro titulado Five Thousand Years of Pakistanescrito por el arqueólogo británico Mortimer Wheeler—, puede resultar in­quietante para quienes aprendieron todas estas cosas en la escuela y para quienes la identidad nacional es importante. Y hoy las identi­dades, y no solo las identidades nacionales, son más importantes que nunca.

Hobsbawm es igualmente cáustico con los sionistas que «pasan de puntillas sobre los últimos 1.800 años para volver a los últimos habi­tantes combatientes de Palestina». Las personas pueden identificarse como judías aunque no vivan en el mismo territorio, no hablen la mis­ma lengua, no sigan los mismos rituales religiosos —o ninguno—, no tengan los mismos antecedentes históricos ni la misma cultura, etc. Para él, «ningún historiador serio de las naciones y el nacionalismo puede ser un nacionalista político comprometido». Y, por ejemplo, dudaba de que un sionista pudiera escribir «una historia de los judíos verdaderamente seria».4 Los nacionalistas creen que las naciones han existido desde tiempo inmemorial.. El cometido de los historiadores consiste en refutar tales afirmaciones.

Los mejores historiadores siempre han sido conscientes de los peli­gros de la creación de mitos. Tucídides, en el primer capitulo de su Historia de la guerra del Peloponesoescribió que, en una época tu­multuosa, «las antiguas historias de hechos transmitidos por la tradición, pero escasamente confirmadas por la experiencia, de repente de­jan de ser increíbles».

Hobsbawm también era perfectamente consciente del poder de la historia. Le gustaba mucho decir que hubo una época en la que pensa­ba, a modo de consuelo, que los historiadores, a diferencia de los ar­quitectos y los ingenieros civiles, no podían causar desastres. Con el tiempo, admitió que se había dado cuenta de que la historia, en manos de los nacionalistas, podía causar más muertes que los constructores incompetentes. De ahí la responsabilidad que recae sobre los historia­dores, ya que, como solía escribir: «Los historiadores somos al nacio­nalismo lo que los cultivadores de amapolas son a los adictos a la he­roína: proporcionarnos la materia prima esencial para el mercado». O variantes de esta afirmación: «La historia es la materia prima de las ideologías nacionalistas, étnicas o fundamentalistas, de la misma manera que las amapolas son la materia prima de la adicción a la he­roína».5

A continuación, añadiría: «Las naciones sin un pasado son una con­tradicción en términos, porque el pasado legitima. Lo que hace a una nación es el pasado, lo que justifica a una nación contra las demás es el pasado, y los historiadores son las personas que lo producen. Por tanto, mi profesión, que siempre se ha mezclado con la política, se convierte en un componente esencial del nacionalismo. Más incluso que los etnógrafos, filólogos y otros proveedores de servicios étnicos y nacionales que, por lo general, también han sido movilizados».

Esto nunca le llevó a condenar el nacionalismo y el patriotismo como algo simplemente absurdo. Podemos comprobar el esfuerzo que realizó para comprender el fenómeno, a diferencia de muchos otros autores de izquierdas, leyendo el texto que escribió durante la gue­rra de las Malvinas. En un artículo publicado en Marxism Today (en esta recopilación), aceptó que la reivindicación argentina de esas islas, que los llevó a invadirlas en 1982, era absurda, puesto que ningún ar­gentino había vivido allí jamás. Asimismo, señaló que el gobierno bri­tánico se ocupaba muy poco de esas islas y que, en realidad, la mayo­ría de los británicos nunca había oído hablar de las Malvinas hasta la invasión argentina. No obstante, cuando ésta se produjo, muchos en el Reino Unido se sintieron verdaderamente indignados, mostraron su patriotismo, y cantaron «Rule Britannia» en vez del himno oficial, el no nacionalista y también no democrático «Dios salve a la reina», que implora a Dios que «disperse a sus enemigos» y no a nuestros enemi­gos, esperando que en su «largo reinado… defienda nuestras leyes», en vez de esperar que seamos nosotros los que las defendamos.

En aquella época, muchas personas de izquierdas estaban conster­nadas e incluso sorprendidas por semejante estallido de nacionalismo británico. No así Hobsbawm: «Cualquier persona de izquierdas que no sea consciente de este arraigado sentimiento y de que este no es una creación de los medios de comunicación…, debería reconsiderar seria­mente su capacidad para analizar la política». Y, como historiador, recordó a sus lectores que el patriotismo no es algo que se pueda igno­rar, y que no debe dejarse en manos de la derecha. No estar de acuerdo con algo no nos da derecho a no intentar comprenderlo.

El punto de partida de Hobsbawm era la relativamente reciente construcción del nacionalismo y de la idea de nación. Lo consideraba (véase La era de la revoluciónun fenómeno básicamente europeo. En el siglo XIX había muy poco nacionalismo en América Latina, y el que existía era obra de las élites patricias, mientras que las masas católicas seguían pasivas, casi tanto como la población indígena. No podernos hablar de una conciencia colombiana o venezolana, al menos no en la primera mitad del siglo XIX y probablemente no hasta el siglo XX. Sin embargo, Japón era una excepción: la restauración Meiji de 1868, cuyo objetivo era resistir al colonialismo europeo y construir una po­tencia japonesa, fue el síntoma de que el problema nacional había al­canzado al Lejano Oriente (La era del capital), aunque incluso allí era obra de las élites. En gran medida, el nacionalismo fuera de Europa fue una consecuencia del poder imperial europeo.

A finales del siglo XVIII hubo una especie de nacionalismo nortea­mericano, pero este tenía que ver con liberarse de Inglaterra y poco en común con su versión actual. La guerra civil se libró para preservar la unidad de la nación. Si la secesión del Sur hubiese tenido éxito, reflexiona Hobsbawm, probablemente hubiera dado lugar a «una orgu­llosa nación sureña».6

En Europa, el nacionalismo fue el producto de las «revoluciones duales», la Revolución francesa y la Revolución Industrial británica. Algunos, como el historiador Elie Kedourie, que definió el naciona­lismo como una religión política, sugirieron que la invención del nacionalismo podía remontarse hasta algunos pensadores de la Ilustra­ción alemana como Immanuel Kant y Johann Gottlieb Fichte, como respuesta a la ocupación napoleónica del territorio alemán. El que al­guien se identificase como «alemán» antes de la unificación de Ale­mania era, en el mejor de los casos, una identificación cultural y lin­güística —aunque muchos hablaban diversos dialectos alemanes—. Así, los habitantes germanohablantes del imperio austrohúngaro pu­dieron pensarse a si mismos como «alemanes» y también como aus­tríacos y católicos. La identidad alemana moderna se desarrolló en la época de Bismarck como consecuencia de las guerras contra los dane­ses (1864), los austríacos (1866), los franceses (1870), y la instaura­ción del Reich alemán. Los «verdaderos» nacionalistas estaban cons­ternados porque lo consideraban la solución de la Kleindeutschland (la pequeña Alemania), prefiriendo con mucho la Grosscleutschland (la gran Alemania), que hubiera incluido a todos los germanohablantes, incluyendo a los austríacos. Para demostrar lo reciente que es el nacio­nalismo alemán, Hobsbawm relató las ceremonias celebradas en las escuelas alemanas en 1895-1896 con motivo del 25 aniversario de la unificación alemana. De manera bastante parecida, los ciudadanos es­tadounidenses, muchos de los cuales, a finales del siglo XIX, no tenían una identidad nacional común, fueron «estadounidensizados» mediante un proceso similar que les inculcó una serie de rituales, como el 4 de Julio o el Día de Acción de Gracias, en los que se conmemoraba una América que les había precedido.

No obstante, las ideas nacionalistas se afianzaron en las décadas posteriores a la Revolución francesa. No fue necesariamente un movi­miento revolucionario, si bien, en la época, la mayoría de los naciona­listas solían pertenecer a las élites liberales. En realidad, el persistente atractivo del nacionalismo ha sido su adaptabilidad. En la Rusia zaris­ta, uno podía ser un eslavófilo reaccionario y contrario a la moderni­zación y, a partir de ahí, un ferviente partidario de la Santa Rusia que intentaba mantener a raya al odiado Occidente. O bien podía tratarse de un patriota revolucionario cuyo objetivo era aliviar el sufrimiento «del pueblo» causado por el gobierno reaccionario y clerical, o liberar a la madre patria del gobierno extranjero. Sin embargo, durante gran parte del siglo XIX, el nacionalismo tendió a identificarse con el libe­ralismo. Luego, se lo asoció principalmente con la derecha patrióti­ca, y más adelante, en el siglo XX, el nacionalismo fue mucho más una bandera de la extrema derecha siendo sus ejemplos más obvios el fascismo y el nazismo, aunque en la década de 1930 los comu­nistas españoles y franceses también ondearon la bandera nacional. Durante la Segunda Guerra Mundial, los combatientes de la resistencia de izquierdas lucharon contra los ocupantes extranjeros en nombre de la nación y trataron de traidores a los colaboracionistas con los nazis. La ausencia de una ideología nacionalista estable continuó después de 1945: los movimientos descolonizadores podían ser patrióticos y socialistas; Fidel Castro y el Che Guevara libraron la Revolución cu­bana con lemas como «Patria o muerte», al igual que, décadas des­pués, lo hizo Hugo Chávez en Venezuela, que añadió la palabra «so­cialismo».

En la Europa del siglo XIX, la gente «corriente», es decir, básica­mente los campesinos, apenas eran conscientes de ser polacos o italia­nos (o irlandeses o húngaros). Los segmentos de población más tradi­cionales, atrasados o pobres fueron los últimos en ser captados por el nacionalismo, aunque finalmente fueron concienciados por sus cada vez más nutridas cohortes de intelectuales, burgueses y baja nobleza; en otras palabras, por las clases ilustradas. Estas fueron las que, al menos inicialmente, construyeron el nacionalismo. Por lo general, el nacionalismo precedió a la nación, a un estado potencial o real, pero necesitaba un criterio ideológico y, en la Europa de mediados del si­glo XIX, este criterio tendía a ser radical, liberal, democrático e incluso revolucionario.9 Los nacionalistas checos, polacos, finlandeses o irlandeses no querían volver a alguna monarquía antigua o a un estado de cosas primitivo. Todos ellos se consideraban víctimas, ya fuera de los ingleses, los rusos o de los austriacos. Se sentían diferentes. La lengua importaba, pero la mayoría de los irlandeses hablaba inglés, muchos finlandeses hablaban sueco, pocos italianos hablaban italiano. Lo más importante es que se consideraban víctimas, que culpaban «al otro» de cualquier apuro en el que se encontrasen. La esperanza que les unía era la creencia en que las cosas solo mejorarían si se separa­ban, si eran autónomos, más independientes. Podemos ver hasta qué punto estos sentimientos son modernos, pues resurgieron durante el referéndum del Brexit celebrado en el Reino Unido en 2016.

En la Europa de mediados del siglo XIX los nacionalistas querían ser progresistas y modernos, aunque a menudo recopilaban mitos y can­ciones populares: «Los mitos y la inventiva son esenciales para las políticas de la identidad…» Italia y Alemania nunca habían existido como Estados, pero los nacionalistas alemanes e italianos conside­raban que, para ser modernos, para ser como las naciones que envidia­ban (por lo general Gran Bretaña y Francia), necesitaban tener su pro­pio país. De ahí que Hobsbawm distinguiera entre la ideología del nacionalismo y las maneras en las que esta ideología fue empleada para servir a un objetivo político, el de la construcción de un Estado que fuese un «Estado nación». Por último, esas construcciones necesi­taban los instrumentos de las instituciones estatales que impusieran la uniformidad nacional: empleo público, escuelas estatales que ense­ñasen la lengua «nacional» y, a menudo, el reclutamiento obligato­rio.10 Es fácil imaginarse a un campesino siciliano reclutado por el ejército italiano en 1915, apenas consciente de ser italiano, hablando solo un dialecto, a quien le proporcionaron un uniforme, y a quien le daba las órdenes en italiano —en realidad, en un «dialecto» toscano­,  un oficial piamontés, pidiéndole que disparara, bajo la bandera «nacio­nal», a unos soldados austríacos en una frontera alpina que a duras penas sabría que existía.

No obstante, el papel principal en la construcción del nacionalismo corrió a cargo de la educación primaria. Entre 1870 y 1914, explicó Hobsbawm, el número de maestros de educación primaria en Suecia se triplicó y en Noruega el aumento fue prácticamente igual. En los Países Bajos, el número de niños en las escuelas de primaria se dobló; en el Reino Unido se triplicó. En Francia, la educación primaria se hizo obligatoria en 1882. Su función no solo era la de alfabetizar y enseñar aritmética a los alumnos, sino también transmitir los valores nacionales: «Has de estar orgulloso de tu país» era la base educativa de las escuelas primarias. Este sigue siendo el objetivo que desean al­gunos: en Gran Bretaña, Michael Grove, cuando fue secretario de Es­tado de Educación, se lamentaba de que en el currículum de Historia no se hacia suficiente hincapié en Churchill, algunos victorianos emi­nentes y en «Gran Bretaña y su Imperio». «Este menosprecio a nuestro pasado se tiene que acabar», dijo, quejándose de que «el enfoque que actualmente damos a la historia impide que los niños tengan la oportu­nidad de escuchar la historia de nuestra isla».12

No obstante, la nación no es algo meramente construido desde arri­ba. Se desarrolla de manera desigual entre clases sociales y regiones. Debe apelar a personas que tienen algo en común. Hobsbawm se resiste a trazar un camino unívoco, si bien indica que suele producirse una fase inicial «cultural-literario-folclórica»; una fase en la que intelectuales románticos como Johann Gottfried Herder desempeñaron una función importante. A ellos les siguieron un pequeño grupo de nacionalistas entusiastas con un programa político concreto de construcción nacional, personas como Adam Mickiewicz en Polonia, Giuseppe Mazzini en Italia, Daniel O’Connell en Irlanda y Lajos Kossuth en Hungría. En la década de 1890, incluso en el seno de Estados nación bien consolidados presenciamos el crecimiento de movimientos separatistas nacionales como el movimiento Joven Gales organizado por David Lloyd George, el futuro primer ministro liberal, o el Partido Nacionalista Vasco.

Paradójicamente, en la época de su construcción, es decir, en el si­glo XIX, hay muy poca producción teórica sobre el nacionalismo. Una excepción posible es John Stuart Mill, quien, en sus Consideraciones sobre el gobierno representativo ofreció una descripción hasta cierto punto tautológica aunque no incorrecta del nacionalismo: “Puede decirse que las nacionalidades están constituidas por la reunión de hombres atraídos por simpatías comunes, que no existen entre ellos y otros hombres, simpatías que les impulsen a obrar de concierto mucho más voluntariamente que lo harían con otros; a desear vivir bajo el mismo gobierno; y a procurar que este gobierno sea ejercido por ellos exclu­sivamente o por algunos de entre ellos.”

Naturalmente, explica Mill, esto solo funciona en el caso de las naciones «civilizadas», y debemos admitir que, en la época en la que escribió, la identidad nacional existía principalmente —aunque no con exclusividad—, en Europa y Norteamérica.

Después, Mill añade que el sentimiento de nacionalidad puede te­ner varias causas, como «la raza y el origen», la lengua, la religión, un territorio o un enemigo común. Añadió que «es condición general­mente necesaria de las instituciones libres, que los límites de los Esta­dos deben coincidir en lo principal con los de las nacionalidades». En otras palabras: una nación, un Estado. Que un nacionalista es alguien que piensa que él o ella es parte de una nación era axiomático para Mill, y aunque se trate, como Hobsbawm escribió, de un «concepto difuso», y el de Mill sea un argumento un tanto circular, pues solo nos ofrece una guía a posteriori de lo que es una nación. Una primera hi­pótesis de trabajo perfectamente razonable es que lo único que el na­cionalismo necesita es que «un grupo de individuos suficientemente grande… se consideren a si mismos miembros de una nación». Si esto es así, tenemos una nación. Algo puede unir a esos individuos: vivir en la misma región, hablar la misma lengua, pertenecer a un «grupo étni­co» igualmente indefinible que está siendo perseguido por otros. Has­ta aquí no hay mucha diferencia entre el marxista Hobsbawm y el libe­ral Mill. Pero Mill añadió que «el motivo más poderoso de todos es la identidad de antecedentes políticos; la posesión de una historia nacio­nal». Para Hobsbawin —y para muchos historiadores—, una historia nacional no es algo dado: los individuos pueden identificarse como miembros de una nación aunque no vivan en el territorio, no hablen la misma lengua ni compartan la misma cultura.

El otro gran pensador decimonónico británico que abordó la cues­tión del nacionalismo —que lo «teorizó» seria decir demasiado—, fue lord Acton. Acton, un católico liberal, discrepaba de los nacionalistas que pretendían hacer del principio del nacionalismo el fundamento de la construcción de los Estados. En el pasado, explicaba, el objetivo del malestar social era volver a un estado de cosas anterior. A partir de la Revolución francesa, las masas querían algo nuevo —un mundo nue­vo— y esto era peligroso. El principio de nacionalidad había «conver­tido un derecho latente en una aspiración, y un sentimiento en una reivindicación política, convirtiéndose en «el auxiliar más poderoso de la revolución».13

El único teórico del siglo XIX con el que Hobsbawm se identifica, en una cita que repite a lo largo de toda su obra sobre el nacionalismo, es Emest Renan, quien, en su famosa conferencia de 1882 en la Sorbona, Qu ‘est–ce qu’une nation? («¿Qué es una nación?»), la definió como una «gran solidaridad constituida por la idea común de los sacrificios hechos en el pasado y los que habrá que hacer en el futuro». Pero este pasado, añadió inquietantemente, solía ser un pasado ficticio porque daba por supuesto el «olvido» (oubli), añadiendo que «el error histórico es un factor crucial en la creación de una nación, razón por la cual el progreso en los estudios históricos a menudo constituye una amenaza a la na­ción». Hobsbawm interpretó que esto significaba que «los errores his­tóricos constituyen una parte esencial del ser una nación», señalando que «la profesión de historiador consiste en desmantelar tales mitolo­gías, a menos de que estén satisfechos –y me temo que los historiado­res nacionales suelen estarlo— siendo los siervos de los ideólogos».15

Renan dijo también que «la existencia de una nación es como un plebiscito diario», significando con ello que la unidad nacional debe ser construida y reconstruida constantemente. Así, aunque la nación es obra de una élite, sin el apoyo popular sería prácticamente imposible desarrollar una nación y una amplia conciencia nacional. Naturalmen­te, los nacionalistas no solo querían celebrar una nación que se sostu­viera como tal, sino que querían que la nación se transmutase en un Estado soberano, con la idea de que el Estado encarnaba al pueblo, algo muy distinto de los antiguos Estados, encarnados en un soberano. Los nuevos soberanos del siglo XIX se adornaron con la pátina de la legitimidad, así que mientras que la reina Victoria era la monarca del Reino Unido y el zar era el zar de todas las Rusias, Napoleón fue el emperador de los franceses, Leopoldo I fue el primer rey de los belgas, y Jorge I de Grecia —hijo de un príncipe alemán y nacido en Cope­nhague—, fue llamado rey de los helenos. Nietzsche vio todo esto claramente en 1881, cuando, alarmado por la combinación del Estado y del pueblo, exclamó, en su Así habló Zaratustra: "¿El Estado? ¿Qué es eso? ¡Bien? Abridme ahora los oídos, pues voy a deciros mi palabra sobre la muerte de los pueblos. Estado se llama el más frío de todos los monstruos fríos. Es frío incluso cuando miente; y esta es la mentira que se desliza de su boca: «Yo, el Estado, soy el pueblo»".

En el siglo XIX, otros autores, como Arthur Schopenhauer, critica­ron el nacionalismo sin explicarlo: «La forma más baja de orgullo es el orgullo nacional.., cualquier tonto miserable, que no tiene en el mundo nada de lo que pueda enorgullecerse, se refugia en este último recurso, vanagloriándose de la nación a la que pertenece».7

Para Hobsbawm el hecho de que, en el siglo XIX, el nacionalismo fuese privativo de las clases ilustradas no implica que, en algunos ca­sos, también entre las clases populares existieran sentimientos de per­tenencia a algo que podríamos denominar una nación. En esa época, los rusos se consideraban rusos, y ello incluía a muchos ucranianos y bielorrusos, hoy defensores acérrimos de su identidad nacional. Mu­chos franceses se «sentían» franceses, al igual que algunos ingleses, pero no así los italianos, todavía. Sin embargo, tales identidades debían mucho al territorio, a la religión o a la lengua. Alguien podía conside­rarse alemán sin pensar en una Alemania unida, y uno podía considerar que Yorkshire era su tierra natal, sin pretender por ello que Yorkshire fuese independiente ni considerar que era una nación.

Al margen de la religión, la identidad principal, en las sociedades preindustriales, tenía que ver en gran medida con el pueblo o la región, donde la gente hablaba un dialecto similar. Las migracio­nes, que aumentaron de modo espectacular durante el siglo XIX,  suponían desarraigarse del propio pueblo o ciudad, no del propio país. Los venecianos que emigraron a Estados Unidos en, di­gamos, la década de 1880, podían anhelar volver a Venecia, pero no a «Italia» —un Estado que no fue creado hasta 1861—. Italia debió haber sido para ellos un término relativamente vacío, pero, paradóji­camente, los locales los consideraban «italianos» porque en aquellas tierras tan lejanas no se distinguía entre Venecia e Italia.18 De manera que nuestros venecianos llegarían a ser más «italianos» en el extran­jero que si hubieran permanecido en su tierra, aunque en su caso la reciente adquisición de una conciencia «nacional» no fue inspirada o construida por los nacionalistas, sino por «los otros», del mismo modo que el antisemitismo convertiría a judíos laicos y no practican­tes en «verdaderos» judíos y quizá incluso en sionistas. Un enemigo común ayuda a los nacionalistas, pero quienes lucharon en los Balca­nes contra el Imperio otomano antes de la primera guerra mundial no combatieron por una nación yugoslava, que entonces no existía, sino contra lo que consideraban un opresor. Lo mismo podría decirse respecto de los sijs contra los británicos de la Compañía de las Indias Orientales en 1845 o 1846.

Las rebeliones de los campesinos contra el gobierno extranjero no pueden calificarse de nacionalistas, porque a los combatientes solo les unía la conciencia de estar oprimidos, la xenofobia —la suya o la de los demás—, y el apego a una tradición antigua, a su «verdadera fe» y a un vago sentido de identidad étnica.

Hobsbawm admite que quizá los griegos fueron la excepción a la regla en su lucha por la independencia en la década de 1820. Y debido a esa excepción, un «valeroso» pueblo (cristiano) que luchaba contra los musulmanes (los turcos otomanos), pudo ganarse también las sim­patías de los filohelenos de toda Europa, entre los que se contaban Shelley, Byron (que murió en Grecia), Leigh Hunt, Thomas Moore y Jeremy Bentham, si bien la lucha de los griegos contra los turcos tenía tanto una dimensión religiosa como nacional.

En todas partes el nacionalismo tenía poca base popular. Según Hobsbawm, la idea de que durante las guerras napoleónicas existía entre los alemanes un fuerte sentimiento «nacional» era «mitología patriótica». El no darse cuenta de que la gente carecía de espíritu pa­triótico propiamente dicho es lo que causó la práctica imposibilidad de movilizar al campesinado alrededor de la idea de nación en toda Euro­pa. Consideremos el caso de Carlo Pisacane, un patriota italiano segui­dor de Mazzini quien, en 1857, zarpó con veintisiete hombres rumbo a Sapri, en el sur de Italia, con la intención de dirigir a sus habitantes contra las autoridades de lo que entonces era el reino de Nápoles. Pisacane no solo fracasó miserablemente, sino que los lugareños, cre­yendo que eran bandidos, vencieron a los «invasores» y mataron a Pisacane y a casi todos sus camaradas.

Los campesinos podían movilizarse contra los impuestos, contra los terratenientes, contra los judíos, pero no por la «patria». Los cam­pesinos vascohablantes mostraron poco entusiasmo por el nacionalis­mo vasco (el Partido Nacionalista Vasco solo fue fundado en 1894), que en gran medida era un movimiento urbano de clase media.19 Rumania se constituyó en fases, principalmente debido al Congreso de Berlín de 1878, pero la historia oficial atribuye mucho mayor protago­nismo a los propios rumanos, aunque el campesinado rumano nunca se movilizó por su espíritu nacionalista. Cuando los campesinos rumanos se rebelaron, en 1907, fue porque su situación económica empeoró debido, en parte, a la caída del precio internacional del trigo a finales del siglo XIX —ocasionada por la mayor productividad de los granjeros estadounidenses—. Esta revuelta campesina contra los impuestos, re­primida con brutalidad, adoptó al principio una forma específicamente antisemita, puesto que una gran proporción de los arrendatarios de las fincas o arendwi —en origen, prestamistas que compraban tierras—, eran judíos. El patriotismo tuvo muy poco que ver con la revuelta.

En la que se consideraba la era del nacionalismo —que Hobsbawm sitúa entre 1870 y 1914—, surgieron relativamente pocos Estados nuevos; Alemania en 1870; Italia en 1861 —aunque en 1870 tuvo lu­gar una posterior unificación con Roma como capital, y la absorción del Tirol del Sur y Trieste una vez concluida la Primera Guerra Mun­dial—; después Montenegro, Bulgaria y Serbia, que fueron reconoci­das como Estados en 1878; Rumania, que se convirtió en un reino de pleno derecho en 1881; y Noruega, que se separó de Suecia en 1905. Ninguno de estos países nació a consecuencia de un levantamiento popular ni de un movimiento nacionalista de masas.

Puede que el nacionalismo no fuera muy debatido por los académi­cos liberales del siglo XIX, supuestamente el siglo del nacionalismo, pero tampoco los socialistas le dedicaron mucha atención. Hobsbawm menciona alguna de las excepciones: Karl Kautsky, Rosa Luxembur­go y, más adelante, Otto Bauer. Fue prácticamente ignorado por Marx y Engels —quien, como es sabido, había instado a todos los trabajado­res del mundo a unirse—, así como por Plejánov y Lenin. Cierto es que, en 1913, Stalin escribió su insustancial El marxismo y la cuestión nacionalen el que enumeraba las características distintivas de una nación: una lengua común, un territorio común, una vida económica común y una estructura psicológica común. Muchas «naciones» ante­riores a 1913, como España, Italia y Suiza hubieran incumplido al menos uno de estos requisitos. Sin embargo, en general, la izquierda en su conjunto era «internacionalista» solo en el sentido de apoyar a quienes luchaban por una causa acorde con sus postulados. Por lo de­más, organizaciones como la Segunda Internacional y, posteriormen­te, la Internacional Comunista se basaban en Estados. Incluso la Rusia revolucionaria reconoció a las «naciones», y con la Declaración de los derechos para los pueblos de Rusia, de noviembre de 1917, estableció, al menos formalmente, los derechos de los pueblos de lo que fue el Imperio zarista a la secesión y a formar Estados separados, de ahí la constitución de las repúblicas soviéticas en 1922, que llegaron a ser quince en 1940 con la absorción de las repúblicas bálticas y Moldavia.

El uso del término «nacionalismo» se popularizó a lo largo del siglo XX, estancándose temporalmente durante la Segunda Guerra Mundial, lo que Hobsbawm denomina «el apogeo del nacionalismo». En sus escritos de la década de 1990 y, por tanto, antes de la actual explo­sión del término, creía que el nacionalismo había perdido importancia, que ya no era un programa político global como lo fue en el siglo XIX. Quizá erróneamente, creía que los Estados nación estaban en retirada y que estos serían absorbidos por la nueva reestructuración suprana­cional del planeta. Tal vez fue demasiado optimista cuando concluyó su Naciones y nacionalismos dando por supuesto que el apogeo del fenómeno del nacionalismo había quedado atrás: «La lechuza de Mi­nerva que lleva la sabiduría, dijo Hegel, levanta el vuelo en el crepús­culo. Es una buena señal que en estos momentos esté volando en círcu­los alrededor de las naciones y el nacionalismo».» Y ciertamente, en, la década de 1970 no previó o no supo prever que el nacionalismo galés y escocés, que abordó de manera un poco displicente, llegarían a ser tan importantes unas décadas después (véase el ensayo sobre la franja celta, en esta compilación).

En las dos últimas décadas, los usos del término «nacionalismo» han aumentado vertiginosamente con la creciente marea de partidos nacionalistas, casi en paralelo con el creciente uso del término «globa­lización». Como Hobsbawm escribió de manera premonitoria, «la pa­radoja del nacionalismo fue que al formar su propia nación creó de forma automática el antinacionalismo de quienes se veían obligados a elegir entre la asimilación y la inferioridad».22

En el siglo XIX, el nacionalismo consistía principalmente en unir regiones en Estados más grandes que fueron llamados naciones. En el siglo XX, sobre todo después de 1945, los movimientos nacionalistas tradicionales ya no estaban en favor de la unificación como Alema­nia e Italia en el siglo XIX—, sino que más bien se decantaban por la separación. El movimiento secesionista empezó con el desmorona­miento de los imperios del siglo XX. El fin del Imperio zarista originó el nacimiento de Polonia, Finlandia y las tres repúblicas bálticas; el del Imperio austrohúngaro, el de Austria, Hungría, Checoslovaquia y el reino de los eslavos meridionales (Yugoslavia después de 1945); el Imperio otomano quedó reducido a Turquía. La tendencia hacia la se­cesión continúa hasta el presente. Algunas han tenido éxito: por ejemplo Bangladés de Pakistán, Kosovo de Serbia y Sudán del Sur de Su­dán; otras han fracasado —hasta ahora—, por ejemplo Biafra, Katanga y Kurdistán. Tras la fragmentación de la Unión Soviética y de Yugos­lavia se crearon más Estados, todos ellos supuestamente coincidentes con naciones, aunque el Reino Unido, Bélgica y España, entre otros, han reconocido «naciones» dentro de sus fronteras (Escocia, Gales, Flandes, Valonia, Cataluña, etc.); naciones que podrían escindirse, creando más Estados, En la actualidad, la principal organización inter­nacional de Estados se denomina, de manera engañosa, «Naciones» Unidas, pero es una organización de Estados: como Hobsbawm dijo una vez, no podríamos llamarla «Estados Unidos»…

Hobsbawm señaló que, en el siglo XIX, existía un prejuicio, inclu­so entre los nacionalistas, contra la atomización de Estados en naciones. Los pequeños principados alemanes o las repúblicas cen­troamericanas eran objeto de bromas; «balcanización» era un insulto. Sin embargo, hoy consideramos que los Estados, por pequeños que sean, son totalmente viables» Después de 1918, muchos austríacos no creían que su pequeña república alpina pudiera ser viable una vez separada del Imperio austrohúngaro, y estaban a favor de unirse a Alemania, un parecer que muy pocos austríacos compartirían hoy. Y nadie considera que Singapur, con la mitad de población que Moscú, no sea viable. Por el contrario, es uno de los Estados más ricos del mundo.

Hobsbawm hizo suyas las palabras de Benedict Anderson en su notable Comunidades imaginadasen la que «nación» se define como: “[…] una comunidad política imaginada, e imaginada como inherente­mente limitada y soberana. Es imaginada porque incluso los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de sus com­patriotas, no los verán ni oirán siquiera hablar de ellos, pero en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión… [La nación] se imagina como comunidad porque, independientemente de la desigualdad y la ex­plotación que puedan prevalecer en cada caso, la nación se concibe siem­pre como una camaradería profunda, horizontal. En última instancia,  es esta fraternidad la que ha permitido, durante los últimos dos siglos, que tantos millones de personas maten y, sobre todo, que estén dispuestas a morir por estas imaginaciones tan limitadas.”24

Hobsbawm emplea esta cita para definir a los Estados modernos en los que, al menos desde finales del siglo XIX, los habitantes se han ima­ginado a sí mismos —con la considerable ayuda de las instituciones estatales y las organizaciones políticas— como individuos vinculados por la lengua, la cultura y la etnicidad, una invitación permanente a deshacerse de «los otros» mediante la «limpieza étnica». Esto es lo que hace que el concepto de «una única identidad étnica, cultural o de otro tipo, exclusiva e invariable, sea un peligroso factor de lavado de cerebros».25 Una única lengua nacional, añade, solo llega a ser impor­tante cuando los ciudadanos corrientes adquieren cierta importancia. En las sociedades preindustriales, el dialecto que hablase un campesi­no era irrelevante. Una lengua única es importante cuando hay un Es­tado fuerte, una burocracia, y se ha creado una lengua escrita. Por esta razón Turquía, bajo el dirigente nacionalista Kemal Atatürk, adoptó el alfabeto romano en 1929, pese a que los turcos habían empleado el alfabeto árabe durante siglos, y Rumania cambió sus propios caracte­res cirílicos por los romanos solo cuando se convirtió en un Estado soberano, en 1863.26 El vietnamita se escribía en una variante de los caracteres chinos. La escritura actual, con caracteres romanos, fue ideada en el siglo XVI por misioneros que confiaban en que ello les ayudaría a aprender la lengua.

Nada de esto era importante cuando la amplia mayoría de la pobla­ción era analfabeta. La homogeneidad lingüística nacional en las zo­nas multiétnicas y multiculturales no solo evoluciona, sino que se con­sigue mediante la obligatoriedad, la expulsión o el genocidio masivo. Como Hobsbawm explicó, Polonia, que en 1939 tenía un tercio de la población clasificada como no polaca, llegó a tener una abrumadora mayoría de habla polaca solo porque su población alemana fue expul­sada hacia el Oeste, sus habitantes lituanos, bielorrusos y ucranianos fueron separados para pasar a formar parte de la Unión Soviética en el Este, y su población judía, cuya lengua era el yidis, había sido asesina­da por los nazis. Esto es lo que convirtió a Polonia en una nación rela­tivamente homogénea en la que se hablaba una sola lengua.

La idea de que cada nación debería tener su propia lengua es un factor «explosivo», porque no tiene en cuenta que, históricamente, es bastante normal que existan diferentes lenguas dentro de los límites de un mismo Estado, como es el caso actualmente en muchos países como Bélgica, España, Suiza, Canadá y la India. Ni siquiera los nacio­nalistas irlandeses fueron capaces de lograr que la amplia mayoría de los irlandeses hable gaélico (la Liga Gaélica no fue fundada hasta 1893), y los judíos sionistas empezaron a hablar una lengua, el hebreo, que solo habían empleado para fines religiosos, e incluso entonces fue necesario inventar el término hebreo para «nacionalismo».27 «Una vez más —escribió Hobsbawm—, el sionismo ofrece el ejemplo extremo» de un programa nacionalista prestado que no tenía precedentes en, o conexión orgánica con, la verdadera tradición que ha proporcionado al pueblo judío permanencia, cohesión y una identidad indestructible du­rante varios milenios.» El factor clave en la creación de una lengua nacional fue el poder político.

Hasta los monarcas europeos del siglo XIX tuvieron que aceptar el principio del nacionalismo, aunque muchos de ellos no «pertenecían» totalmente a la nación que gobernaban. Los hijos de la reina Victoria tuvieron un padre alemán; la madre del zar Nicolás era danesa, y la esposa de este, alemana; el primer rey de Grecia procedía de Baviera; la madre del káiser Guillermo II era hija de la reina Victoria; la madre de Víctor Manuel II, primer rey de Italia, era austríaca; su hijo, Ama­deo, se convirtió en rey de España, su hija en reina de Portugal y su nieto, el rey Víctor Manuel III, se casó con Elena de Montenegro, Las familias reales europeas eran verdaderamente cosmopolitas, «ciuda­danas de ninguna parte». Esto siguió siendo así hasta hace poco: el marido de la reina Isabel II, el príncipe Felipe, nació en Corfú, su ma­dre fue un princesa alemana (Alicia de Battenberg), y su padre, miem­bro de la casa de Sehleswig-Holstein, era hijo del rey Jorge I de Grecia y de Olga Konstantinovna, de la familia rusa de los Romanov. Pero llegó a su fin con la actual familia real británica: los cuatro hijos de la reina Isabel II se casaron con personas británicas, aunque dos de sus nietos contrajeron matrimonio con extranjeras (una canadiense y una estadounidense). Es probable que a Hobsbawm le hubiera parecido aún más paradójico que, aparte de lo que ha quedado de las familias aristocráticas del siglo XIX, el único elemento inequívocamente cos­mopolita en el mundo de hoy no sea la izquierda internacionalista que abrazó en la década de 1930, sino el capitalismo internacional, libre de recorrer el mundo a voluntad, con Facebook sumando más «miem­bros» que el islam o el catolicismo y con internet uniendo lo que, en palabras de «La Internacional», es el género humano.

Notas
  1. Citado en Richard Evans, Eric Hobsbawm: A Life in History, Londres, 2019, p. 551,

2, Eric Hobsbawm., Interesting Times, Londres, 2002, pp. 55-56. [Hay trad. cast.: Años interesantes, Crítica, Barcelona, 2003.]

  1. Eric Hobsbawm, On History, Londres, 1998, p. 7. [Hay trad. cast.: Sobre la historia, Crítica, Barcelona, 1981

  2. Eric Hobsbawm, Nations and nationalism since 1780. Programme, Myth, Reality, edición, Cambridge, 1990, pp. 12-13. [Hay trad. cast.: Naciones y nacio­nalismo desde 1780, Crítica, Barcelona, 2000.]

  3. On History, 6.

6, Eric Hobsbawm., The Age of Capital, Londres, 1975. [Hay trad. cast.: La era del capital, Critica, Barcelona., 1997.]

  1. Mass-produeing tradítions: Europe, 1870-1914, en The Invention of Tradi­tion, Cambridge, 1983.

  2. Eric Hobsbawm, The Age of Empire 1875-1914, Londres, 1987, p. 159. [Hay trad. cast.: La era del imperio, Critica, Barcelona, 1997.]

  3. The Age of Capital, p, 106.

  4. On History, 9.

  5. The Age of Capital, p. 117.

  1. Michael Grove: «Ah l pupils will learn our island history», 5 de octubre de 2010, lupp://conservative-speeches,sayit.mysociety.orgispeech/601.44i.

  2. E. E. D. Acton, «Nationality», en J. N, Figgis y R. V. Laurence (eds,), The Histoty of Freedom and Other Essays, Londres, 1907, pp. 270-275.

  3. Ernest Renan, Qu’est-ce qu’une Nation?, disponible en linea en francés en http://www.rutebeuf.com/textes/renan01,html y en inglés en http://ig.cs.tu-berlin. de/oldstatic/w200 1 /eu 1 /dokumente/Basistexte/Renan 1 882EN .Nation.pdf (el sub­rayado es mío).

  4. On Illswry, 35.

  5. Friedrich Nietzsche, Tiras Spoke Zamthustra, L R. .Hollingdale, Lon­dres, 2003, p. 75. [Hay trad. cast.: Así hablo Zaratustra, Alianza, Madrid, 1972.]

  6. «The Wisdom of Life», The Essays of Arthur Schopenhauer, ‘1890, cap, 4.

  7. The Age of Empire, 153-154. [Hay trad. cast.; La era del imperio, Crí­tica, Barcelona, 19971

  8. Ibid, 155.

  9. Philip Gabriel Eidelberg, The Great Rumanian Peasant Revolt of 1907. Origins of a Modern Jacquerie, Leiden, 1974, p. 204; Daniel Chirot, Social Change in a Peripheral Society, The Creadora of a Balkan Colony, Nueva York, 1976, p. 150; Keith Hitchins, Rumania, 1866-1947, Oxford 1994, p. 178; Catherine Durandin, Histoire des Roumains, París, p. 192.

  10. Nations and Nationalism since 1780, [92. [Hay trad. cast.: Naciones y nacionalismo desde 1780, Crítica, Barcelona, 2001.

  11. The Age of Capital, 120.

  12. Eric Hobsbawm, «Socialism and Nationalism: Some Refiections on «The Breakup of Britain»», New Left Review, [05, 1977, pp. 3-23,

  13. Benedict Anderson, Imaginad Communitias: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism, Londres, 1991, 7. [Hay trad. cast.: Comunidades imagina­das, ECE, México, 1993.]

  14. «Are All Tongues Equal?», pp. 261-275. «¿Todas las lenguas son igua­les?», en esta compilación, cap. 17.

  15. Nations and Nationalism since 1780, p. 112.

  16. Véase Yakov M. Rabkin, «Language and Nationalism: Modem Hebrew in the Zionist Project», Holy Land Studies, 9:2,2010, pp. 129-145.

  17. The Age of Empire, 147.


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